domingo, 7 de agosto de 2011

El músculo del futuro

Es la imaginación, dice el autor del siguiente ensayo. Propone conciliar al mundo con nuestros deseos y miedo, sin dejarse llevar por tanta información incomprobable. Imaginar es romper con cierto orden y la columna vertebral del arte y la literatura.

Un hombrecito con poder y un ábaco afirma que la violencia bajará recién en el año 2018. Le creemos. Un periodista desengañado del optimismo afirma que todavía, antes de que el presidente que usa tallas extra grandes abandone Palacio, habrá muchisísimas víctimas más. Un científico dice que el primer ser humano que alcanzará los 150 años de edad ya ha nacido. Un lector de noticias en la tele asegura que para el próximo año todos estaremos usando corbatas más gruesas. Un economista pontifica que no hay más vía que la vía que nos han recetado y que a lo mejor en cuatro, cinco décadas tendremos la mitad de pobres de los que hoy tenemos. Un agrónomo teme que dentro de un siglo ya no habrá agua. Un cineasta aventura que habrá alimentos, pero que seremos nosotros mismos. Les creemos, a todos les creemos. O no. Pero si no les creemos es porque comienza a darnos la impresión de que no tenemos cómo verificar tantas proyecciones, y entonces dejamos que sean otros los que construyan la realidad que viene, los que definen el futuro. Nos convertimos en clientes de lo que deliran unos desconocidos, pero no necesariamente porque tengan —como nadie nunca lo ha tenido en la historia de la humanidad— el secreto sobre el porvenir, sino porque hemos permitido que otros detenten el monopolio de la imaginación. Como si hubiera un carrito que se pliega y se mete por todas partes —hasta al baño, hasta la recámara—, merced al cual ya no tuviéramos que usar los pies, así la maravillosa cantidad de información con que hoy contamos parece haberse constituido en una prótesis de imágenes, un disco duro con el que contamos para ya no figurarnos cómo puede ser el mundo. Tanta información parece a veces haber sustituido nuestro diálogo interno: el complicado proceso de pelearnos con nosotros mismos, hacer y romper planes, intrigarse, especular y decidir ponernos en movimiento. ¿Nos hemos ido quedando callados? Finalmente podemos saber todo lo que siempre quisimos saber, pero a ratos parece que nos ha servido no para ir a buscar más, sino para conformarnos: conformarnos con la violencia, con la pobreza, con la manipulación, con el paso inexorable del tiempo sobre el que no tenemos poder. A veces parece que nos hemos echado boca arriba a mirar el tirol y que nada se nos ocurre.
Hay razones para explicar la apatía y el derrotismo. Por dos siglos la idea de progreso fue la brújula que guió la construcción de ideologías, sistemas políticos, instituciones. Y dio muchos frutos. La convicción de que la humanidad se movía hacia delante permitió la instauración del voto de las mujeres, la creación de los organismos de seguridad social, que la ciencia sustituyera a la superstición como principio del sistema educativo, y la abolición de la pena de muerte en casi todos los países; entre muchos otros logros. Sin embargo, el progreso no sólo no acabó con las guerras sino que trajo guerras en las que los adelantos tecnológicos permitieron matar mucho más eficientemente, a mucho mayor escala; no sólo no acabó con el hambre sino que hizo más obscena la disparidad entre el consumo desmedido y la cantidad de gente hambrienta; y no sólo no acabó con el despotismo, sino que trajo nuevas formas de opresión camufladas, desde todos los ángulos del espectro político, bajo las ideas de la búsqueda de la libertad, de la felicidad, de la justicia. Las mejores ideas de algunos de los mejores individuos se convirtieron en pesadillas para generaciones enteras. Sin embargo, aunque ya hemos entendido que cuando se pretende imponer modelos de felicidad los guardianes de estos modelos invariablemente se vuelven violentos y ciegos, eso no significa que debamos renunciar a hacernos cargo de nuestro porvenir. No hay un plano detallado que nos indique dónde doblar o dar vuelta en u, ni cuánto tardaremos en llegar al paraíso en auto, a pie o en transporte público; pero sí es posible decidir cuál es el punto cardinal hacia donde pondremos ruta. Y ello comienza con el acto simple de concebir que casi todo puede ser distinto: la manera en que nos gobiernan o en que nos dejamos gobernar; el modo en que construimos las ciudades; la manera en la que hablamos. Si en este momento cada uno de los aquí presentes decide figurarse cómo es el rostro de la persona
cuya nuca observa, podrá representárselo como se le pegue la gana. Colmillos vampirescos en ese señor tan formal; una nariz que se enrolla y desenrolla en esta quinceañera; un niño con ojos de serpiente y párpados dobles. Podemos imaginarlos como queramos; cuando esa persona se vuelva y descubramos cuán mucho o cuán poco se parece a lo que habíamos inventado, la correspondencia entre ese rostro y el rostro en nuestra mente será lo de menos; lo importante es que habremos descubierto algo acerca
de nosotros mismos, de nuestros prejuicios, de nuestras expectativas, de qué entendemos cuando hablamos de la diversidad en el mundo.
Así con el futuro. El futuro no es un mero accidente, ni una suma de imperativos. Uno lo traza a partir de ciertas condiciones y negocia con ellas para acercarse al ideal. Pero antes de dar el primer paso, antes de hacer el primer movimiento muscular que millones de momentos infinitesimales después se convertirá en el primer paso, imaginamos. Imaginamos aun cuando no nos lo hayamos propuesto, pero es mejor si nos lo proponemos, porque entonces tenemos más claridad sobre lo que hay que hacer. Imaginar es romper con un cierto orden, el de las cosas ajenas, y concebir un orden propio; imaginar es conciliar el mundo con nuestros deseos y con nuestros miedos; imaginar es la íntima declaración de soberanía que todos podemos hacer sobre el universo. Eso que llamamos realidad no es un objeto imperturbable, sino la materia que moldeamos con la imaginación. Cada lugar en el mundo está esperando que le demos, una y otra vez, nuevos nombres, como corresponde a nuevos seres humanos.
Y ésa es la columna vertebral del arte. Proponer nuevos nombres, prescribir nuevas lentes, inventar nuevos sonidos o colores insólitos para las cosas que creemos estáticas.
El motor del arte es la inconformidad, pero sus frutos van más allá del arte mismo, están en lo que genera cuando ya hemos terminado de leer, escuchar, o mirar: imágenes irrepetibles de lo que somos. Una y otra vez he dicho que la literatura no puede crear hombres buenos, pero que sí puede crear ciudadanos reflexivos, y alguien que reflexiona está más cerca de ser un sujeto respetuoso que alguien que piensa que ya lo sabe todo, que todo es como es, que nada puede cambiar. Los anarquistasdecían: “Sed realistas ¡exigid lo imposible!”. Precisamente porque la realidad es algo que construimos a partir de
lo inconcebible, es un edificio que requiere del músculo de la imaginación. Antes de internet Isaac Asimov, entre otros, ya había concebido en El sol desnudo un aparato para mirarse y comunicarse a distancia; antes de Neil Armstrong, mucho, mucho antes, Julio
Verne ya había mandado hombres a la Luna; antes de que llegaran al poder los irresponsables que nos han gobernado últimamente, Jorge Ibargüengoitia ya había esclarecido que el problema no era sólo la horrorosa corrupción priista sino lo cómodos que nos sentimos con ella. ¿Cómo hacemos entonces para cambiar esto, para conjurar
el desastre, para ser distintos? Lo hacemos recordando que “esto” no se detiene, nunca, pero que es necesario darle dirección, y que la dirección la decidimos nosotros.
Es decir, lo hacemos imaginando. Y los libros son el mejor ejemplo de cómo se puede reconstruir el universo a partir de una página en blanco, desde una habitación solitaria, sin más apoyo que una pluma o un teclado pegostioso. La literatura fortalece la noción de que las cosas pueden ser distintas, aún cuando lo haga molestándonos –o yo diría: sobre todo cuando lo hace molestándonos: el arte no está para hacer feliz a nadie, sino para perturbar los cimientos de nuestra “normalidad”. Hubo una época en la que se consideraba que había “lecturas para jóvenes” y “lecturas para adultos”; fórmula que servía para darles a los jóvenes textos que, supuestamente, protegían su inocencia (aunque algunas de ellas fueran de una perversidad más que evidente,
como, por mencionar un clásico, “Caperucita roja”, cuento en el que pederastia, secuestro, bestialismo y violencia explícita se conjugan exitosamente); esta división
además se negaba a ver algo que ahora ya sabemos: que los niños, faltos de justificaciones tramposas, entienden mejor que los adultos la dimensión de las cosas más
graves de la vida: cuando se alegran se alegran en serio, cuando lloran no dejan de hacerlo para guardar las apariencias. No sé si las generaciones de infantes hoy en día sean mejores o peores que las de antaño —me inclino a pensar que hay mejores y peores en cada época—, lo que sí sé es que la cantidad de programas de televisión, noticias sin filtro y diálogos a los que se ven expuestos, los han preparado mejor que nunca para acercarse a cualquier tipo de literatura. Quiero mencionar algunos textos que se me quedaron grabados y que de un modo u otro definieron mi visión del mundo. Recuerdo “Harrison Bergeron”, el cuento de Kurt Vonnegut, el hombre que se convirtió en la conciencia de la sociedad estadounidense después de Vietnam, en el que se habla de una sociedad en la que nadie destaca sobre nadie, para evitar que otros se ofendan o se sientan abusados. Así, el Estado le implanta a cada ciudadano un aparato para disminuir eso en lo que podría tener ventaja. A George, uno de los protagonistas, le han implantado un pequeño radio que emite un sonido doloroso cada 20 segundos, para que él no pueda utilizar la inteligencia con la que ha nacido. El hijo de George, Harrison, es un rebelde a quien le gusta bailar. Harrison escoge una novia, toma una estación de televisión y decide bailar como nunca el público había visto bailar a alguien: literalmente quiere conquistar el mundo bailando… hasta que es sometido violentamente.
Recuerdo “Afuera”, un cuento de Brian W. Aldiss, en el que se narra cómo un grupo de hombres y mujeres están encerrados en una casa donde cada cual tiene asignado un rol que no cuestionan, aunque no sepan de dónde han venido todos ni para qué están ahí. Hasta que uno de ellos intuye un día que hay algo más, que hay un afuera, y sale de la casa, y al salir, es decir, al atreverse a romper con su seguridad, descubre que es un monstruo y que no hay vuelta atrás. Recuerdo los sonetos que escribía Sor Juana, acosada por poderosos hombres imbéciles amenazados por su inteligencia; Sor Juana, a la que no la detuvo ni ser mujer en una época oscura para las mujeres –como casi todas las épocas– ni vivir encerrada en un convento, escribió:

“Que contiene una fantasía contenta con amor
decente
“Detente, sombra de mi bien esquivo,
“imagen del hechizo que más quiero,
“bella ilusión por quien alegre muero,
“dulce ficción por quien penosa vivo.
“Si al imán de tus gracias atractivo
“sirve mi pecho de obediente acero,
“¿para qué me enamoras lisonjero
“si has de burlarme luego fugitivo?
“Mas blasonar no puedes, satisfecho,
“de que triunfa de mí tu tiranía:
“que aunque dejas hurtado el lazo estrecho
“que tu forma fantástica ceñía,
“poco importa burlar brazos y pecho
“si te labra prisión mi fantasía”.

Ciencia ficción y poesía. ¿Qué podría haber más alejado de la realidad, diría un adulto mezquino y temeroso? Lo que no entienden los que opinan así es que la literatura sólo da un paso atrás respecto de la realidad para mejor saltar sobre ella sin darle oportunidad a quitarse. Así, Vonnegut nos ilustra lo que es vivir en una sociedad en la que se condena la independencia y en la que ser demasiado alegre es motivo de sospecha; Aldiss muestra
las consecuencias de abrir los ojos y descubrir que somos distintos, irremediablemente distintos a aquellos que quieren mantenernos siempre en el mismo lugar; y Sor Juana
dice que a pesar de las trampas, de los juegos perversos, nadie puede quitarle el poder de fantasear, que es el poder de adueñarse íntimamente de quien desee.
Cuidar la riqueza Dicen que la cultura escrita morirá a manos de las pantallas de plasma, pero hoy veo que la gente escribe más que nunca, en sus teléfonos, en sus computadoras, en sus computadoras-teléfono, en las paredes, con los tatuajes en su piel. Si el libro, en su formato actual, deja de tener el monopolio de la cultura, le rendiremos un homenaje y no nos lamentaremos más: la lectura, a fin de cuentas, no es algo que suceda en el papel, sino en la cabeza, sea cual sea la plataforma que conduce las palabras a ella.
Cabezas nutrida de sorjuanas, cerebros perturbados por ibargüengoitias, necesitamos más de estas mentes y menos señoritos bienportados. Eso creo; y eso creo porque la cultura no es un adorno, no es una lindura con la que se animan las veladas de buena sociedad, y, sin duda, a ver si aquí se entiende o hay que decirlo con más claridad: sin duda es mucho más que una atracción turística: “cultura” viene de “cultivo”, cultura es
saber cuidar la riqueza de la tierra; y en nuestro caso, en nuestro tiempo, eso significa saber construir otro tipo de hábitat, saber elegir otra clase de políticos, saber dialogar entre nosotros de otra manera, con firmeza de ser necesario, pero con más ganas de entender qué es lo que se fermenta en la cabeza de los otros.

Yuri Herrera
Publicado originalmente en la revista Día Siete del 7 de agosto de 2011.

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